Agenda cultural
65 años de la partida de Gabriela Mistral

Gabriela Mistral. Cortesía
Un día como hoy, hace 65 años en Nueva York, nos despedíamos de Gabriela Mistral. Poeta, educadora y diplomática chilena, el primer nombre en América Latina en ganar el Premio Nobel de Literatura.
Gabriela Mistral, seudónimo literario de Lucila de María del Perpetuo Socorro Godoy Alcayaga, nació en Vicuña, en el norte de Chile, el 7 de abril de 1889. Era hija de un maestro, descendiente de españoles e indígenas. Desde pequeña mostró un doble interés: tanto por la escritura como por la docencia. A los 16 años decidió dedicarse a la carrera docente. Cuando tenía 18 años, su novio se suicidó, hecho que marcó su trabajo y su vida.
En 1914, cuando tenía 25 años, ganó un concurso de poesía en los Juegos Florais de Santiago, con “Sonetos de La Muerte”; comenzaba a nacer “Gabriela Mistral”, nombre creado en honor a los poetas que admiraban el italiano Gabriele D’Annunzio y el francés Frédéric Mistral.
En 1922 publicó su primer libro de poesía, Desolación, que incluía el poema Dolor, en el que hablaba del suicidio de su novio. En 1922, fue invitada a trabajar en la Secretaría de Educación de México. Pronto Mistral se convertiría en un referente en pedagogía, sentó las bases del sistema educativo mexicano, fundó escuelas y organizó varias bibliotecas públicas.
En 1945, recibió el Premio Nobel de Literatura, la primera latinoamericana en obtenerlo, en ese momento, vivía en Petrópolis, en Río de Janeiro. Su nombre ya no sería olvidado desde entonces.
En al aniversario de su partida, compartimos una selección de sus poemas, contenidos en Desolación, de 1922.
Riqueza
Tengo la dicha fiel
y la dicha perdida:
la una como rosa,
la otra como espina.
De lo que me robaron
no fui desposeída:
tengo la dicha fiel
y la dicha perdida,
y estoy rica de púrpura
y de melancolía.
¡Ay, qué amante es la rosa
y qué amada la espina!
Como el doble contorno
de dos frutas mellizas,
tengo la dicha fiel
y la dicha perdida….
El amor que calla
Si yo te odiara, mi odio te daría
en las palabras, rotundo y seguro;
¡pero te amo y mi amor no se confía
a este hablar de los hombres tan oscuro!
Tú lo quisieras vuelto un alarido,
y viene de tan hondo que ha deshecho
su quemante raudal, desfallecido,
antes de la garganta, antes del pecho.
Estoy lo mismo que estanque colmado
y te parezco un surtidor inerte.
¡Todo por mi callar atribulado
que es más atroz que entrar en la muerte!
Amor, amor
Anda libre en el surco, bate el ala en el viento,
late vivo en el sol y se prende al pinar.
No te vale olvidarlo como al mal pensamiento:
¡lo tendrás que escuchar!
Habla lengua de bronce y habla lengua de ave,
ruegos tímidos, imperativos de amar.
No te vale ponerle gesto audaz, ceño grave:
¡lo tendrás que hospedar!
Gasta trazas de dueño; no le ablandan excusas.
Rasga vasos de flor, hiende el hondo glaciar.
No te vale decirle que albergarlo rehúsas:
¡lo tendrás que hospedar!
Tiene argucias sutiles en la réplica fina,
argumentos de sabio, pero en voz de mujer.
Ciencia humana te salva, menos ciencia divina:
¡le tendrás que creer!
Te echa venda de lino; tú la venda toleras;
te ofrece el brazo cálido, no le sabes huir.
Echa a andar, tú le sigues hechizada aunque vieras
¡que eso para en morir!
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