Conectáte con nosotros

Agenda cultural

Julio Cortázar: el cronopio fantástico

Julio Cortázar. Archivo

Julio Cortázar. Archivo

Un 12 de febrero, solo que hace 38 años, fallecía uno de los cuentistas latinoamericanos más importantes del siglo XX: Julio Cortázar. Figura central del “boom latinoamericano de literatura”, es considerado uno de los escritores en español más innovadores, en virtud de sus relatos fantásticos y sus novelas experimentales, las cuales influyeron de manera decisiva en sucesivas generaciones de lectores y escritores de América Latina.

Nació el 26 de agosto de 1914 en Bélgica. Su padre era un funcionario diplomático destinado a la embajada argentina en dicho país. Según él mismo cuenta en una carta, su nacimiento fue “producto del turismo y la diplomacia; a mi padre lo incorporaron a una misión comercial cerca de la legación argentina en Bélgica, y como acababa de casarse se llevó a mi madre a Bruselas. Me tocó nacer en los días de la ocupación de Bruselas por los alemanes, a comienzos de la primera guerra mundial. Tenía casi cuatro años cuando mi familia pudo volver a la Argentina”.

Ya en Argentina, su familia se estableció en Banfield. Al finalizar el colegio, Cortázar se formó como docente y se dedicó a la enseñanza en una escuela rural. De joven, fue un reconocido antiperonista. En 1951, obtuvo una beca para viajar a París y, posteriormente, trabajó como traductor de la UNESCO. Desde entonces, se radicó en Francia, ya habiendo publicado en su país natal algunos libros iniciáticos: Presencia (1938), Los reyes (1949), Bestiario (1951), casi todos marcados por la influencia de Jorge Luis Borges. En esos años también se hizo pareja de Aurora Bernárdez, traductora literaria de gran prestigio en el mundo de las letras hispánicas.

Fruto de su residencia en París son algunos de sus libros más logrados: Final del juego (1956), Las armas secretas (1959), Historias de cronopios y de famas (1962), Rayuela (1963) y Todos los fuegos el fuego (1966). En todas estas obras, Cortázar fue desarrollando una clara noción de lo “fantástico”, si bien de acuerdo a una mirada muy personal suya que lo acompañó desde la infancia. Así, alguna vez escribió: “Yo siempre vi el mundo de una manera distinta, sentí siempre, que entre dos cosas que parecen perfectamente delimitadas y separadas, hay intersticios por los cuales, para mí al menos, pasaba, se colocaba, un elemento que no podía explicarse con leyes, que no podía explicarse con lógica, que no podía explicarse con la inteligencia razonante”.

Estudiosos de su obra han visto a Rayuela, publicada en 1963, como un punto de inflexión de su propia obra, así como un hito de la literatura argentina. Se trata de una “contranovela” lúdica, como la denominó el mismo Cortázar, ya que, como nunca antes, el autor tensa los límites de la subjetividad del lector y de los múltiples finales que puede tener el relato de Horacio Oliveira, el protagonista.

Aunque siempre gozó del respeto de sus pares, Cortázar adquirió popularidad, sobre todo, en la década de los sesenta, integrando el llamado “boom latinoamericano” junto a Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Juan Rulfo, por citar algunos nombres. Todos ellos expresaron su admiración hacia el “cronopio”, reconociéndolo como un maestro del cuento corto. El escritor mexicano Carlos Fuentes dijo acerca de él: “Es un hombre que nos ha liberado, que nos ha dicho que se puede hacer todo”.

Tras su viaje a Cuba en 1962, su obra recibiría un notable influjo social, lo que lo condujo al activismo político. En ese sentido, además de su obra literaria, escribió numerosos artículos y colaboraciones editoriales como una manera de realizar denuncias sociales y políticas en torno a la realidad vivida en América Latina. En reiteradas ocasiones, condenó como intelectual los excesos cometidos por regímenes autoritarios como el de Pinochet y Somoza.

Falleció en París el 12 de febrero de 1984.

Hoy lo recordamos con un cuento corto de Final del juego (1956).

Continuidad de los parques

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

Click para comentar

Dejá tu comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.

Los más leídos

error: Content is protected !!