Cultura
“Caribdis”, un cuento de Christian Kent
Acaba de aparecer “Perla del Norte”, nuevo libro de relatos de Christian Kent, publicado por Editorial Rosalba y lanzado en la FIL Asunción 2023. Compartimos aquí un fragmento del primer cuento del volumen.

Cortesía
Después de una semana, el sol volvía a salir. A Manuel Ortiz le faltaba una palabra para completar el crucigrama. Sabía cuál, pero demoró en anotarla para distraerse con los reflejos de sol que se proyectaban sobre la pared del Bar Germania. Era sábado y como todos los otros sábados había cerrado la librería al mediodía para almorzar huevos, tostadas y café mientras completaba la página de puzzles del periódico.
Montag se llamaba la librería. En ella persistía una obstinada y más bien breve colección de volúmenes que rara vez eran consultados —mucho menos comprados— por los ocasionales clientes. En cuanto a Ortiz, no leyó otros que los que ahí estaban exhibidos. Los conocía de memoria.
El poco dinero que entraba se debía a una vieja fotocopiadora que seguía funcionando con ayuda de golpes y soplidos, así como a la venta de carpetas, talonarios de recibos y pagarés. Pero la ganancia que más le interesaba a Manuel Ortiz era inmaterial: allí había logrado refugiarse del cumplimiento de un destino que quiso imponerle la familia cincuenta años atrás y que resultaba inconciliable con sus motivos personales. En ese lugar, había logrado ser quien se propuso: nadie.
La moza dejó los huevos y el café sobre la mesa. Volviendo en sí, el hombre escribió el término faltante: C-a-r-i-b-d-i-s. Junto al crucigrama, la única ilustración en toda la página correspondía a este término: un óleo de Heinrich Füssli en el que podía verse a Odiseo luchando contra Escila y el otro monstruo, cuyo nombre sabía no por haber leído a Homero, sino la Biblioteca de Apolodoro (el viaje de Jasón y los argonautas), que estaba entre los selectos libros que había en Montag.

Johann Heinrich Füssli, Odiseo ante Escila y Caribdis. Cortesía
Satisfecho, descansó la birome sobre el diario cerrado y trató de recordar una ocasión en la que hubiera estado en semejante lío: atrapado entre dos peligros, teniendo que escoger el menor de ellos.
La puerta del Bar Germania se abrió y entró un joven alto y esmirriado. Don Ortiz levantó la vista del almuerzo para descubrir que caminaba con un pronunciado vaivén, como si tuviera una pierna más corta que la otra. Sintió el paradójico impulso de mirar y desviar la vista a la vez. Presentía que el paso trunco del recién llegado se acercaba resueltamente hacia él, dejándolo sin oportunidad de huir del encuentro. No le interesaba gran cosa el tipo; es más, le molestaba saber que la naturaleza estaba hecha de errores, que era capaz de miembros insuficientes o de jóvenes demasiado magros o estirados.
Al detenerse junto a la mesa, el joven le extendió la mano. Ortiz no correspondió el gesto, pues tenía las suyas ocupadas en los cubiertos.
—Don Ortí —lo reconoció, quién sabe cómo—, no te molesta si me siento un ratito. Quiero nomás preguntarte una cosita.
Antes de que pudiera contestar, el joven tomó asiento en la silla libre, pidiendo disculpas por no haberse presentado debidamente. Freddy Caballero, dijo llamarse.
—¿De dónde dice que le conozco? —preguntó Ortiz, mirando el reloj de pulsera. A las 13:30 debía llegar a la casa para separar el dinero del día: en un sobre para el cementerio, en otro para las compras de la semana y en el tercero para gastos inesperados. Faltaban solo veinte minutos y todavía no había abierto el magazine de crucigramas que traía inserto al interior del periódico.
Freddy Caballero pensó un rato y siguió hablando.
—No, usté no me conoce a mí, don Ortí. Seguro piensa que por qué lo que nunca me vio en su librería. Yo hace poquito nomás que ando por aquí, pero suficiente para saber que usté es el único que lee hacia esto lado.
—¿Y qué puedo hacer por usted? —interrumpió el librero, impaciente, sin dejarse conmover por esa supuesta fraternidad que debe haber entre lectores—. Sea breve —volvió a mirar el reloj—, tengo mucho que hacer y no me gustan las interrupciones.
La moza del Germania vio que alguien se había sentado y conversaba con Ortiz. Durante la última década, nadie jamás lo había hecho. Se acercó y preguntó amablemente al joven qué se serviría.
—¡Ya se va! ¡Ya nos vamos! —se apresuró en responder Ortiz.
—Creo que tenemos tiempo para un cocidito, negro, por favor —ordenó el joven. A don Manuel comenzaba a inquietarle la mala costumbre que tenía con los diminutivos, le pareció que podría haber tenido alguna relación inconsciente con la abreviatura de su pierna.
—Bueno, y entonces…
—La historia es larga y el tiempo de usté no es mucho, así que voy al grano. Yo también soy de tierra adentro, así como el señor —no era raro que supiera estos detalles de la vida de Ortiz, Perla del Norte es un pueblo chico—. Y también crecí con el bicho de querer leer. Cualquier cosa: revista, Biblia, folletito, almanaque, diccionario. En fin, lo que haiga nomás.
—Haya…
—Sí, sí. Lastimosamente, y usté bien sabe, don Ortí, no es mucho lo que hay para hojear por aquí. ¿Cómo es que llegué? Historia corta: mi papá enfermo (toma mucho, pobrecito), enfermo del hígado, le acompaño para consultar con un manosanta que nos recomienda mi tía Hermelinda. Yo vengo para cuidarle, pero él ahora ya está bien, ya está de vuelta en su valle Loreto y ni no toma más. Yo me quedé, don Ortí, porque sé masiado bien lo que tengo que hacer. Mi prima Cosina me habló de usté, de los libros, y yo entonces sabía que tenía que quedarme para probar mi suerte y ver si usté me quiere para atender por sus libritos.
Ortiz consultó de nuevo la hora [13:23]. Un incómodo calor le caló el cuerpo y comenzó a sudar por debajo de ambos brazos. Era tarde. ¡Tarde! Buscó a la moza con la mano en alto y en cuanto la vio escribió “la cuenta” en el aire.
—¿Qué le hace pensar que yo necesito ayuda en la librería? —respondió malhumorado—. Además, aunque así fuese, no tendría cómo pagarle. Usted mismo lo dijo: nadie lee, los libros están de adorno. Lo que se vende son recibos, fotocopias de cédula, útiles. Ya ni siquiera sé si quiero que se vendan esos libros.
—Le entiendo, don. En serio. Esa idea de que el libro es “una cosa entre las cosas” a mí nunca luego me pareció bien. Yo siempre digo que el libro es como una personita, un ente —pronunció este último término con cierto orgullo—. Para mí, don Ortí, es una compañía, un kape como se dice, una forma de no estar tan solo…
Manuel Ortiz comenzaba a descubrir que detrás del discurso atolondrado del joven podría haber ideas interesantes, pero no tenía suficiente tiempo para comprobarlo.
—Bueno, sí. Ahora mismo no estoy interesado en alguien que me ayude a vender mis “entidades” —ironizó—. Si me disculpa, como le dije, tengo cosas que hacer…
Freddy Caballero no se daría por vencido tan fácilmente.
—Aquí nadie lee. Estamos solos, don Ortí. Pero si yo le doy una ayudita podemos contagiarle aunque sea a algunos vecinos del barrio con el bichito de la lectura. Podemos mover los libritos, traer otros nuevos: novelitas, misterio, terror, romance, clásicos, poesía. ¡Hay tanto! Si a usté no le interesa vender, entonces, ¿para qué los tiene exhibidos?
Caballero puso al viejo Manú entre la espada y la pared con esa última pregunta. Lo obligó a dudar, a titubear.
—Yo… usted… pasa que… Mire, joven. Llegué a este pueblo con las mismas ganas, con los mismos sueños. Igual que usted, creí que podía ser con los libros el flautista que despierta el alma de la aldea. Los años no pasan en vano. Estoy viejo, cansado. No me interesa hacer ningún ruido, ni introducir nuevas costumbres, ni ser un héroe. Lo que deseo es simple: terminar mi almuerzo en paz.
Caballero iba a decir algo, pero fue interrumpido por la moza que se acercó con la cuenta. Se distrajo con sus trenzas doradas y la abundancia de sus pechos y brazos. Sin duda, germana. Don Ortiz pagó y estaba a punto de levantarse cuando el joven lo detuvo con un nuevo argumento.
—No quiero ser grosero con usté, don. Pero si no piensa vender sus libros, ¿por qué no los regala o los quema o los lleva a su casa para armar una bibliotequita? Yo voy a trabajar para usté sin sueldo. Págueme nomás un poquitito de la venta de los libros, un diez por ciento o lo que le parezca. ¿Qué tiene para perder? Una prueba nomás le pido, una semanita.
Manuel Ortiz se puso de pie, se sacudió las migas de pan de la ropa y antes de irse, para sacarse al rengo de encima, accedió.
—Preséntese el lunes temprano, vamos a ver qué podemos hacer por usted. Ahora, si me permite [13:45] tengo otras cosas que atender.
Salieron a la calle y se alejaron en direcciones contrarias. El joven oscilando como un péndulo, lleno de esperanzas, de futuro. Ortiz con la vista fija en los zapatos, viejos pero prolijamente lustrados, pensando que quizá no sería del todo una mala idea: “Sangre nueva”. Un poco de ayuda para cortar, espiralar, fotocopiar, repasar los pisos, alguien que pudiera reemplazarlo en los trámites sin tener que cerrar el negocio. Empezarían por renovar los precios, que por años habían permanecido iguales.
Metió las manos en los bolsillos y palpó el fajo de billetes sencillos que aún no había clasificado según sus distintos destinos.
En voz alta, invocó el nombre de Caribdis.
* Christian Kent nació en Asunción, Paraguay, en 1983. Cursó la carrera de Literatura y Lengua Hispánicas en la Universidad de Chile. Ha publicado numerosos poemarios y libros de cuentos.
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