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Cultura

La revolución jurídica

Sobre “El lenguaje del derecho”, último libro del jurista Daniel Mendonca que acaba de aparecer, publicado por la editorial española Marcial Pons.

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[…] Recuerdo que hace poco, durante un seminario, un colega sostenía que el derecho no es otra cosa que lenguaje. No coincido en absoluto con esta idea: el español es un lenguaje, como el portugués, el swahili y el turco. Y el esperanto, y el Basic que usaban los informáticos, y el de señas de los sordomudos. El derecho “usa” el lenguaje, se sirve de él como una herramienta tan necesaria que, sin lenguaje, no habría derecho. Pero el derecho no es lenguaje, así como la respiración no es vida.

Daniel Mendonca, que no cae en esas trampas literarias, sigue el hilo del lenguaje para hablar de su usuario, el derecho. Trata de la teoría de las normas, los principios, la competencia, las permisiones, los derechos, las definiciones, las presunciones, las ficciones, las costumbres y las sanciones. En cada caso, examina las ideas y opiniones existentes, las critica en caso necesario y nos brinda su propia versión, siempre depurada, de cada uno de aquellos conceptos.

[…] ¿Sería posible imaginar el derecho como un gran sistema taxonómico? En él, cada conducta relevante pertenece a una clase que le es asignada. Desde luego, se trata de una taxonomía prescriptiva; y, dentro de ella, los elementos prescriptivos, constitutivos o definitorios podrían verse mezclados y combinados en un bloque común, junto con las presunciones, las ficciones y las sanciones. No estoy seguro de sostener esta idea, pero ella me ronda la cabeza a partir de las consideraciones del libro.

Otra reflexión: ¿es posible una ontología de las normas? Si se parte de una concepción materialista de la realidad, las normas son constructos humanos, que elaboramos y clasificamos como mejor nos convenga. Pero, como Daniel y yo sabemos, los juristas suelen abundar en afirmaciones terminantes que suponen una naturaleza metafísica del derecho y de sus instituciones.

Un tema de moda es el de la ponderación, una actividad que los jueces ejercen obligados por leyes y constituciones que están fundadas en principios y derechos eventualmente en conflicto. Daniel analiza certeramente esa actividad, pero todavía cabe preguntarse: ¿es posible trazar un método objetivo para la ponderación, como lo pretende Alexy, o sólo se trata de un nombre ontologizante para las valoraciones subjetivas?

Aclaro: para comparar y distinguir el peso de un derecho o de un principio frente a otro u otros, sería preciso disponer de una lista de esos elementos que asignara, a cada uno de ellos, un número representativo del valor que le atribuimos. Y, si consiguiéramos alguna vez elaborar esa lista, parecida a la Tabla Periódica de Mendeléiev, todavía necesitaríamos un método -no logro imaginar cuál- para apreciar la intensidad con la que cada elemento estuviera presente en el caso particular a resolver. De ese modo, el -llamémoslo así- peso específico de cada derecho o principio, multiplicado por el coeficiente de presencia en el caso, resultaría en el valor que cada elemento tuviera en el mismo caso. Pero no tenemos nada de todo eso, sino apenas nuestra variable conciencia. ¿Cómo deberían hacer los jueces para ponderar “correctamente” los derechos en juego? O, por decirlo en términos más conocidos: ¿cómo saber cuándo una sentencia se mantiene dentro del margen de discrecionalidad que consideremos aceptable?

Otro punto que Mendonca examina con rigor y minuciosidad es el concepto de costumbre, tan presente a lo largo de la historia del derecho. Sobre este tema, siempre me ha intrigado hasta qué punto deben verificarse las condiciones de una costumbre para que ella se convierta en derecho consuetudinario. ¿Cuántas y cuáles personas deben mantener una conducta concurrente? ¿Cuánto tiempo debe transcurrir para que esa concurrencia de conductas se considere costumbre? ¿Con qué generalidad, y con qué intensidad, debe existir esa idea subjetiva de obligatoriedad que los antiguos llamaban opinio iuris sive necessitatis? ¿Por qué es tan difícil mensurar esas condiciones? Si me permiten una reflexión “políticamente incorrecta”, como ahora suele decirse, ¿será, tal vez, porque la idea de costumbre se ha convertido, o acaso siempre fue, una tapadera para que el aplicador del derecho cree o derogue normas según su preferencia?

Por cierto, Daniel y yo siempre hemos estado de acuerdo en cuestiones centrales, hasta tal punto que hemos escrito un libro juntos (La odisea constitucional, Marcial Pons, Madrid, 2004). Dentro de ese marco, y llevado por el espíritu de colaboración, me atrevo a agregar alguna idea a manera de propuesta: la de lo que me gusta llamar la revolución jurídica.

Esto merece alguna aclaración. Cando hablamos de revolución, solemos pensar en gritos, pólvora, toma del poder y cambio de instituciones políticas y sociales. Pero ni Daniel ni yo estamos proponiendo esas cosas. El tipo de revolución del que quiero hablar no es ese, sino un cambio en los sistemas de pensamiento: algo semejante a lo que ocurrió en el Renacimiento y que llamamos la Revolución Copernicana. Sugiero que, juntos, recordemos un poco e imaginemos otro poco.

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[…] No tanto el heliocentrismo contra el geocentrismo, sino algo más genérico y básico: el triunfo del método empírico y del espíritu científico moderno sobre la prevalencia de la autoridad aristotélica y la creencia ciega en los textos sagrados. De ese triunfo surgió el extraordinario desarrollo de las ciencias a partir del Renacimiento; y a los esfuerzos de Galileo y sus seguidores debemos el conocimiento de los antibióticos, los agujeros negros, la energía atómica, los teléfonos celulares, internet, los trasplantes de órganos y la investigación rigurosa sobre la mente humana, que ahora se extiende a la inteligencia artificial. Y a casi no quedan en el mundo personas que renieguen de la revolución copernicana, iniciada hace ya más de cuatrocientos años.

Bueno, les propongo ahora que dirijamos nuestra vista al derecho, ese fenómeno a cuyo estudio muchos hemos dedicado nuestras vidas. Los contenidos jurídicos han cambiado mucho a lo largo de los milenios: tenemos democracia, garantías penales, sistemas jubilatorios, leasing y franquicias, además de derechos humanos incluidos en las constituciones. Pero la estructura interna del derecho, su esqueleto, por así decirlo, es el mismo donde lo dejó Justiniano en el siglo VI. Hay alguien que hace las leyes, magistrados que dirimen cada conflicto más o menos de acuerdo con ellas, profesionales que ofrecen sus servicios para convencer a esos funcionarios, juristas que escriben comentarios a las leyes y proponen modos de interpretarlas o aplicarlas, y profesores que enseñan lo que pueden a quienes aspiran a alguna de aquellas funciones.

Nada de eso, sin embargo, sería por sí solo motivo de alarma. Esa continuidad justinianea no sería un inconveniente serio si nuestro pensamiento y nuestro discurso no siguieran atados a una ontología, a una metodología y a una epistemología que también datan de aquella época, o de más atrás todavía.

Ontología

Empecemos por la ontología, la disciplina que pregunta qué es la realidad y en qué consiste. La noción de realidad o existencia, como todos los conceptos, es un instrumento creado por el hombre para su mejor comunicación. Y, en este caso, la elaboración del concepto de realidad se justifica pragmáticamente porque disponemos de medios para distinguir lo real de lo imaginario. Esos medios son nuestros sentidos, ejercidos en forma directa o indirecta.

La observación del mundo material que nos rodea nos provee información objetiva, coincidente para cualquier observador, independientemente de las opiniones o las preferencias de cada uno. Esa es la razón por la que nos conviene postular que los objetos y los acontecimientos empíricos son reales, y asequibles, en principio, a la vista de cualquiera.

Pero, después, ay, no seguimos respetando aquella justificación. De acuerdo con una tradición platónica y aristotélica, postulamos mayoritariamente que, al lado de la realidad material, hay otra inmaterial o ideal, que comprende los conceptos, las ideas y, sobre todo, los valores, que son lo que más nos interesa. Desde luego, podemos construir nuestro concepto de realidad como nos convenga, porque ese concepto es un instrumento de nuestra manera de pensar; pero ¿nos conviene postular un universo ideal al lado del material? ¿Dónde vamos a dirigir nuestra vista para aprehender los objetos ideales?

Es claro que el mundo de los conceptos (que incluye el bien y la justicia) es extremadamente útil, y no podríamos vivir sin él. Pero, si -a partir de esa conveniencia- lo postulamos como real, ¿podremos manejar sus contenidos como si fueran gatos, automóviles o montañas? ¿Los reconoceremos por sus características objetivas?

[…] Es más: muchos colegas, desengañados por la pluralidad de las opiniones acerca de lo bueno y lo justo, que es un problema propio del mundo de las ideas, extrapolan su escepticismo individual hasta afirmar que la propia realidad material depende también del pensamiento del sujeto. De esta manera, cualquier afirmación sobre astronomía, geografía o biología pierde toda justificación: ¿para qué querría yo que mi vecino, o mi maestro, me contara lo que sabe, si yo tengo mi propia realidad, distinta de la suya? Y, para traer el tema al ámbito jurídico, ¿para qué serviría un proceso judicial, si cada parte, abogado, testigo o juez fuera dueño y árbitro exclusivo de su propia realidad?

Metodología

Esto que vengo diciendo tiende a mostrar que hay algo que no nos funciona bien en materia ontológica. Y, cuando digo que no nos funciona bien, quiero decir que, si lo sostenemos en serio, nos sería muy difícil seguir viviendo y comunicándonos como lo hacemos. Pero todo esto está estrechamente relacionado con la metodología.

Dije antes que la construcción del concepto de realidad se justifica pragmáticamente por la disponibilidad de un método objetivo para aprehenderla. Ahora bien, ¿qué es un método objetivo? Es un método que me da el mismo resultado cada vez que lo empleo en las mismas circunstancias, y que además da el mismo resultado a cualquier otro que lo haga, y que, por cierto, no requiera condiciones inverificables, como las dotes de adivinación, la iluminación trascendente o la pertenencia a una raza privilegiada. Esos son los requisitos de un método útil para todos, apropiado para adquirir conocimientos contrastables y dotado de verificabilidad o, por lo menos, de refutabilidad objetiva.

¿Existen métodos que cumplan esos requisitos? Sí: yo conozco dos. Uno es el cálculo, la deducción. El cálculo es un método perfecto, pero su utilidad se circunscribe a los límites del sistema deductivo en el que se ejerza. Además, no nos provee ninguna información sobre el mundo que nos rodea: sólo nos permite enlazar exitosamente unos enunciados con otros, ya sea en la lógica o en la matemática. No podemos pedir al cálculo verdades externas a su sistema, verdades que no dependan de las que hayamos introducido antes en él bajo nuestra propia responsabilidad, en forma de premisas.

Otro método es la observación, que sí nos proporciona información sobre la realidad que nos rodea. No es tan perfecta como el cálculo, porque podemos sufrir alucinaciones, o soñar, o tener alteraciones de nuestros sentidos. Pero estos defectos son fáciles de corregir, mediante la comparación de percepciones, y la observación no sólo nos permite manejarnos en el mundo: además, ejercida sistemáticamente, es la base última de todas las ciencias empíricas, del mismo modo como el cálculo lo es de las ciencias formales.

Los abogados, claro está, admitimos y usamos la observación y el cálculo. Pero los temas que más nos apasionan, las cuestiones que debatimos con mayor ahínco, no pueden resolverse con ninguno de esos dos métodos, porque dependen de juicios valorativos: qué es más justo o menos injusto, cómo tienen que ponderarse los derechos y los principios en conflicto, qué es lo que mejor cuadra a la dignidad humana, cuál es, en el caso, el interés superior del menor, cuántos años de prisión merece un homicida según las circunstancias concretas en las que haya cometido su delito.

Todo eso -todo eso- es cuestión de opiniones. Frente a ellas, podemos coincidir o disentir, o incluso elaborar los criterios personales que nos conduzcan a intervenir de cierto modo en el debate. Pero, fieles a nuestra tradicional construcción ontológica, tendemos a suponer que la justicia, la dignidad, la proporcionalidad, el interés y el grado de culpabilidad son circunstancias reales, de naturaleza ideal, existentes en algún topos uranos asequible a nuestra razón, nombre usurpado que damos a nuestras opiniones más fuertes.

Esa creencia nos obliga a postular algún método, distinto del cálculo y de la observación, que nos permita aprehender, definir y sopesar aquellos elementos que hemos postulado como reales. Y allí empezamos a buscarlo. Algunos creyeron encontrarlo en la voluntad divina, de la que, en el mejor de los casos, es difícil obtener mucha precisión. Otros, en la naturaleza del hombre, una entelequia oscura muy apropiada para llenarla con nuestras propias preferencias. Hoy en día se habla de la argumentación, un instrumento imperfecto pero utilísimo que nos permite a veces convencernos unos a otros, aunque es muy difícil que conduzca a conclusiones demostrables.

En el fondo de todos esos hallazgos hay un factor común: con un nombre u otro, se trata de interrogar nuestra conciencia individual; y, si esa conciencia coincide con la de otras personas, considerar resuelto el problema. Sin embargo, la conciencia es un receptáculo de ideas, creencias, emociones y tendencias adquiridas por cada uno por la crianza, la educación, las lecturas, los consejos recibidos y, sobre todo, por las reacciones individuales frente a las más diversas vicisitudes de su historia personal. Nuestra conciencia, entonces, nos da casi siempre una respuesta; pero ¿cómo y por qué podemos asegurar que esa respuesta es la correcta, o siquiera que es mejor que la obtenida por nuestro vecino cuando él interroga su propia conciencia?

Hay aquí, al parecer, una falla filosófica: tomamos nuestros deseos por verdades, que es precisamente la práctica contra la que se alzó Galileo: el hombre quería ser el centro del universo por derecho propio, pero la observación indicaba otra cosa.

Epistemología

Hablemos ahora de epistemología. La epistemología es la filosofía de la ciencia: la disciplina que estudia el concepto de ciencia, trata de establecer los requisitos para su demarcación, la validez de sus métodos y la sistematización de sus conclusiones. Ahora bien, para organizar una ciencia, lo primero que hay que hacer es definir su objeto: qué fenómenos quedarán dentro o fuera del estudio. Nosotros invocamos constantemente la ciencia del derecho, pero no estamos de acuerdo sobre el objeto a estudiar. Para unos, se trata de las normas promulgadas por el gobierno; para otros, de las condiciones trascendentes de la justicia; para otros más, del funcionamiento efectivo del poder. Otras teorías combinan los tres criterios como otras tantas dimensiones de un mismo fenómeno, o encaran el derecho como un campo de batalla entre intereses contrapuestos, o incluso como un ámbito regido, en el fondo, por las leyes de la economía.

Detrás de esa diversidad de objetos hay otra diversidad de propósitos: la defensa de ciertos contenidos, conservadores o renovadores; el manejo sistemático del sistema legal, la circunscripción a las relaciones entre causa y efecto, o la ampliación del estudio hacia el campo interdisciplinario. Son objetivos diferentes. Habría que ver cuáles propósitos son más viables que otros, y en qué medida; pero, en todo caso, cada uno de aquellos propósitos entraña una idea distinta acerca de la ciencia jurídica que estemos proyectando.

A eso se agrega el problema, ya mencionado, del método. El realismo puede invocar la observación; el normativismo trata de aplicar algo semejante al cálculo; pero en el discurso jurídico más generalizado parece campear el recurso a la introspección, retóricamente efectivo, pero epistemológicamente nulo. Y, como base última de nuestro sistema de pensamiento jurídico, encontramos seguramente el postulado ontológico que al principio estuve criticando.

Resultados

El resultado de los problemas que estamos analizando está a la vista: los tribunales están sobrecargados, las sentencias son tardías, los criterios de decisión son controvertidos hasta el extremo de la denuncia penal, la justicia se politiza, la política se judicializa, las interpretaciones y las ponderaciones de principios y derechos humanos son diversas entre casos semejantes y magistrados de la misma jerarquía y, en definitiva, el sistema jurídico se ha vuelto tan incierto que nadie puede estar razonablemente seguro de cuál sería su razón o sinrazón en un conflicto que lo afectara.

El poder jurídico se va trasladando del legislador al juez. Los jueces son personas capaces, a menudo más que los legisladores, pero la dificultad no está ahí, sino en la diversidad: si el poder legislativo es uno solo, el judicial se subdivide en una multitud de tribunales. Y el sistema jurídico efectivamente vigente se desfleca en tantas variantes como intérpretes, hasta que un tribunal supremo diga, tardíamente, la última palabra.

Como consecuencia, la idea de una ciencia del derecho es más una declaración esperanzada que una referencia a cierta práctica intelectual concreta.

Qué puede hacerse

Las personas que hemos dedicado nuestras vidas al derecho queremos verlo no sólo justo, sino también eficaz, respetado y, sobre todo, conocido, mediante algo que, aun con imperfecciones, pueda llamarse ciencia del derecho. La obtención de este objetivo es difícil, porque requiere revisar un camino que venimos recorriendo desde hace milenios. Pero no es imposible generar, en el campo jurídico, una suerte de revolución comparable a la que Copérnico y Galileo desencadenaron en el ámbito de las ciencias empíricas.

Aclaro: no hablo de aplicar al derecho la misma revolución copernicana, porque ella fue aplicable a las ciencias descriptivas empíricas, y el derecho, creación humana, es un conjunto de prescripciones. Pero podemos inspiramos en las bases mismas de la revolución copernicana, que consistieron en relativizar el valor de las tradiciones y de la autoridad de los sabios antiguos, para fundar su actividad y su conocimiento en el manejo de conceptos empíricos, objetivos, claramente definibles y ajustados a lo que cualquier persona pueda verificar por sí misma.

La depuración del lenguaje

En ese camino, lo primero es revisar el lenguaje que hablamos, tema en el que el aporte de Daniel Mendonca es fundamental. Un sustantivo o adjetivo cualquiera es útil para su uso científico en la medida en la que su definición contenga condiciones empíricamente verificables. Cuando en los significados se incluye un fuerte contenido emotivo (cosa que ocurre normalmente en nuestro lenguaje, sobre todo en las palabras que más veneramos), la comunicación se ve afectada por las diferencias valorativas de los interlocutores, y eso distorsiona la referencia de la palabra a la realidad. Una depuración nos ayudará a distinguir explícitamente lo descriptivo de lo valorativo: las dos actitudes son inevitables e indispensables; pero la constitución de una ciencia requiere fuertemente ejercerlas por separado, sin confundir una con la otra.

El método

Del mismo modo, y por la misma razón, es preciso desechar de plano los pretendidos métodos que nos llevan a llamar verdades a nuestros deseos, sobre todo a los más intensos. Para la realidad, tenemos la observación. Para las relaciones entre proposiciones, tenemos el cálculo. Para resolver nuestras controversias acerca de lo bueno, lo justo o lo conveniente, no disponemos de nada de eso: sólo tenemos el diálogo, la negociación y, en última instancia, la democracia. Una ciencia del derecho tiene que encontrar un objeto susceptible de ser descripto objetivamente: nuestras emociones (que corresponden a la política) son sin duda importantes, pero en separarlas de la ciencia consistió, precisamente, el gran mérito de la Revolución Copernicana.

El objetivo

Si fuéramos capaces de iniciar la revolución jurídica de la que estamos hablando, contribuiríamos a constituir un conocimiento científico del derecho, a promover la claridad y la eficacia de las leyes, a liberar el sistema judicial de gran parte de los procesos generados por la incertidumbre y, en general, a restablecer el respeto público del orden jurídico y de los funcionarios que lo crean y lo aplican. Este será, sí, un excelente campo para que sigamos, mientras tanto, luchando por los contenidos que consideremos justos.

Pero, a falta de una objetividad digna de ese nombre, conseguir la justicia no puede ser el propósito de una ciencia, sino de nuestro pensamiento moral y político Y ese discurso, por el momento, sigue dependiendo de nuestros deseos antes que del ejercicio de un método confiable. Tengamos en cuenta que, en nuestro constante deseo de justicia, que todos compartimos, estamos destruyendo la ley, que es el vehículo que, bien que mal, habíamos construido para llegar a ella.

Para ilustrar esa reflexión, pensemos en esta metáfora: una carrera de automóviles donde cada participante tiene su propia idea de en qué dirección queda la meta; y, como están desencantados por la ineficiencia que esta incertidumbre genera, los competidores echan la culpa a sus máquinas y deciden seguir a pie, creyendo que así llegarán mejor al fin de la carrera.

En resumidas cuentas, el derecho no es un don de la naturaleza, sino un instrumento al que nosotros mismos damos forma y utilidad. Sus virtudes (los derechos, las garantías, los beneficios) son invariablemente el resultado de obligaciones y prohibiciones que representan la estructura que sostiene y constituye los derechos. Así como un edificio no se apoya en molduras y adornos, en la armazón del derecho las palabras bonitas y las imágenes benévolas nos distraen de aquello que es condición de su funcionamiento efectivo, y a menudo tienen un efecto placebo que traba las mejoras de ese funcionamiento.

A modo de ejemplo, y retomando los comentarios iniciales, podemos preguntarnos: ¿qué pasaría si dejáramos de interesarnos tanto por las fuentes del derecho y la naturaleza de sus instituciones, temas por cierto importantes, para prestar atención al contenido efectivo del sistema vigente? ¿Si partiéramos de la observación de la realidad, sobre todo de la judicial, para trazar un mapa, un diagrama, un protocolo de los criterios de decisión que, a partir de distintas fuentes, consideramos, de hecho, integrados al derecho que nos rige? Tal vez este cambio de perspectiva tendría una utilidad inesperada.

Como conclusión, y aprovechando la complicidad de Daniel Mendonca en favor de la actitud científica y rigurosa, me atrevo hoy a sugerir a nuestros colegas que proyectemos e impulsemos una revolución en el derecho, no sólo para promover más justicia, como venimos haciendo desde hace tanto tiempo, sino para hacerlo más racional y para liberarlo de las fantasías y supersticiones que durante siglos han convertido a las leyes en un campo de batalla, antes que en un instrumento pacífico para la convivencia humana. Inspirémonos en el ejemplo de Galileo, imitemos el método de Daniel y hagamos del siglo XXI el Renacimiento de la ciencia jurídica.

 

Nota de edición: Este texto es una versión abreviada de la presentación leída por el autor en el acto de lanzamiento.

 

* Ricardo A. Guibourg (Buenos Aires, 1938) es abogado y doctor en Derecho y Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires (UBA), de la cual es profesor emérito y donde es director de la Maestría en Filosofía del Derecho y profesor en la Maestría en Magistratura.

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