Opinión
Jesús, “el Santo de Dios”

“Muchos de sus discípulos, al oírle, dijeron: “Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo” Pero Jesús, sospechando que sus discípulos murmuraban por esto, les dijo: “¿Esto os escandaliza? ¿Y cuando veáis al Hijo del hombre subir adonde estaba antes?… El espíritu es el que da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida”. “Pero hay entre vosotros algunos que no creen” (Es que Jesús sabía desde el principio quiénes eran los que no creían y quién era el que lo iba a entregar). Y decía: “Por esto os he dicho que nadie puede venir a mí, si no se lo concede el Padre”. Desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él. Jesús dijo entonces a los Doce: “¿También vosotros queréis marcharos?” Le respondió Simón Pedro: “Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios”.
[Evangelio según san Juan (Jn 6,60-69); 21º Domingo del Tiempo Ordinario)]
El texto comienza con la indicación de la objeción de los discípulos (Jn 6,60) respecto al discurso precedente de Jesús sobre la necesidad de “comer su cuerpo” y “beber su sangre” para acceder a la vida eterna. Ellos, en efecto, calificaron sus palabras como un “duro lenguaje”. Esta reacción indica que ya no son los judíos los únicos objetores (Jn 6,41-42); los mismos discípulos, en gran número, se suman a los disidentes.
En este grupo distinto de “los Doce”, mencionados por contraste en la sección siguiente (Jn 6,67), los críticos reconocen a los cristianos confusos en su fe, aquellos que se encuentran en la situación de crisis mencionada en la primera carta de Juan. En el nivel del relato, el término “discípulo” tiene un sentido literario: el narrador quiere mostrar que la revelación de Jesús de Nazaret no fue rechazada solamente por la turba inconstante y por “los judíos”, sino incluso por los que se habían acercado a Jesús por su actividad en obras y en palabras. La resistencia a creer no podrá ser superada definitivamente más que cuando haya acabado el itinerario del Hijo del hombre.
Los “discípulos”, silenciosos hasta entonces, habían quizás comenzado por admitir que Jesús era el “enviado escatológico” de Dios, pero tropezaron ante su pretensión inaudita de ser el “salvador del mundo” y de establecer con su muerte la comunión de los hombres con Dios; su reacción sería una anticipación de la que tendrán frente a la cruz. Por eso dicen que este discurso es “duro” (griego sklērós). Lo han “entendido” bien, pero no quieren “escucharlo”, es decir, no desean adherirse a semejante revelación. Lo mismo que había pasado antes con los judíos (Jn 6,41), también ahora ellos son comparados con la generación murmuradora del desierto, mientras que Jesús critica su forma de comportarse: se han “escandalizado”, es decir, —según la etimología— han tropezado con una piedra que les ha hecho caer.
Ante el “escándalo” suscitado, Jesús anuncia su regreso a la esfera divina, situada simbólicamente en las alturas. La bajada del cielo expresaba la voluntad amorosa del Padre que daba a los hombres el verdadero pan (Jn 6,32); la subida “a donde estaba antes” significa que la misión del Hijo se había cumplido. Lo había anunciado ya el Señor en Isaías en Is 55,11. Después de su muerte salvífica, Jesús sube a su Padre, a aquel que en adelante es el Padre de todos. Por su resurrección de la muerte, Jesús ha establecido la alianza definitiva de Israel con Dios. Con la “subida al cielo”, Jesús no alude inmediatamente a su exaltación gloriosa, sino a su partida de la tierra. De todas formas, la acción de “ver” presupone un acto de fe: No se puede ver el misterio anunciado sin creer en la divinidad del Hijo del hombre.
El paráclito demostrará al creyente que Jesús ha sido justificado por su “retorno” al Padre. La palabra de Jesús quedará completada por la revelación del Espíritu Paráclito que oye este anuncio. Jesús, sin aguardar la respuesta, da la clave de interpretación de su discurso al hablar del Espíritu (Jn 1,33), pues ha recibido el poder de dar la vida (Jn 5,21) y que el Espíritu es la fuente del nuevo nacimiento (Jn 3,3-8). Ahora, el que “da el Espíritu sin medida” identifica sus palabras, que son las de Dios, con el don del Espíritu (cf. 3,34).
La primera sentencia opone el Espíritu vivificante a la carne inútil. Este contraste suena como un proverbio, análogo al que dijo Jesús en otro contexto (Jn 3,6). En un primer nivel conviene recordar que, según la tradición bíblica, la carne designa la condición terrena del hambre en su precariedad: sólo el soplo de Dios asegura su existencia. Pues bien, puesta en relación con el Espíritu, la carne connota la incapacidad en que el hombre se encuentra de comprender la Palabra de Dios. El contraste carne-espíritu será más adelante el fundamento de la crítica que hace Jesús del “juicio según la carne” (Jn 8,15) o “según la apariencia” (Jn 7,24), juicio que reprochaba ya a Nicodemo y que aquí reprocha indirectamente a sus contradictores. Teniendo en cuenta el contexto, la mención de la carne podría repercutir en el empleo del mismo término en el anuncio precedente: “El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6,51). Los objetores de Jesús habían rechazado este anuncio. Para comprenderlo, hubiera sido necesario no encerrarse en las propias evidencias, sino estar dispuesto a entenderlo espiritualmente. Sin el Espíritu, ni la letra ni la carne pueden producir el sentido; no consiguen captar el mensaje de vida.
En la segunda sentencia, Jesús pone de relieve la naturaleza “espiritual” de las palabras (rhēmata) en que se expresaba “su palabra”. La clave del discurso (lógos) sobre “el pan de la vida” consiste en leerlo todo entero pronunciado según la fuerza del Espíritu del que depende el nuevo nacimiento (cf. Jn 3, 5-8). La identificación que aquí se afirma entre lo que ha dicho Jesús y el Espíritu vivificante es de orden dinámico: sus palabras, que vienen de arriba, producen la vida en sentido pleno. Es lo que va a declarar Pedro: “Tú tienes las palabras de vida eterna” (Jn 6,68). Así pues, la revelación de Jesús no se impone al hombre como una evidencia, sino que se le propone para que la acepte con libertad. Por eso el tema de la fe que se ha prolongado a través de todo el discurso sobre el pan de vida se hace oír una vez más, pero esta vez bajo su aspecto críptico:
El discurso no termina con el poder propio de las palabras de Jesús que son Espíritu. El evangelista no sustrae la revelación de Jesús de su contexto existencial, ni tampoco de su contexto secreto, la iniciativa del Padre. El Revelador se ve enfrentado con el obstáculo de la libertad que se resiste. Juan indica, como vimos ya en el v. 61, que Jesús conocía desde el comienzo el rechazo de un gran número de opositores, que sería el anticipo de la traición de uno solo, en donde tomaría cuerpo el odio de todos. Domina el rechazo con este mismo conocimiento, asumiendo así su destino. Frente a la incredulidad, su reacción no es ya la de un reproche vehemente como en el capítulo 5 ni una interpretación de la suerte que le aguarda. Jesús sitúa en Dios el misterio de la libertad humana, que se expresa en la acogida o en el rechazo de su persona. La palabra del v. 65 recoge la del v. 44, que había provocado las murmuraciones sobre la bajada del cielo. El pasaje acaba de forma lúgubre: al retirarse, los discípulos dan cuerpo a su distanciamiento interior. La muerte de Jesús, presentada anteriormente como un sacrificio voluntario, se evocará bajo un aspecto distinto, el de la responsabilidad humana.
Una vez que se retiraron los numerosos discípulos, así como la multitud de los “judíos”, se va haciendo progresivamente el vacío en torno a Jesús, que sigue hablando: se encuentra solo con “los Doce”, lo mismo que antes de que la gente se reuniera con él en la montaña. Frente a este abandono, Jesús toma la iniciativa ante el pequeño grupo de los que por única vez son designados como “los Doce”. De este modo Juan se une a la tradición común: el episodio enlaza con el de la confesión de Simón Pedro en Cesarea, que marca el punto culminante de la vida pública de Jesús después del fracaso de su misión en Galilea. También en Juan, la fe de Pedro sucede al rechazo de la mayoría: además, al no ir precedido ni acompañado por el discípulo amado, Pedro aparece como el responsable del grupo.
La respuesta del Pedro coincide con la que Jesús esperaba en aquellos momentos. A lo largo del discurso, las intervenciones de los oyentes no iban dirigidas expresamente a Jesús; eran “murmuraciones”, tanto en boca de los judíos, como en el v. 61 en labios de los “discípulos”. Pedro ahora dice tú. En él se expresa el verdadero interlocutor de Jesús, el creyente a quien va dirigido el discurso, a juzgar por las frases corrientes que lo definen, cada uno de nosotros nos sentimos invitados a hacer nuestra la respuesta de Pedro. La pregunta de Jesús no se refiere a su persona (“¿Quién decís vosotros que soy yo?”), sino a la decisión que los Doce van a tomar por sí mismos “¿Queréis iros también vosotros?”: el último verbo añade a la idea de “marcharse” la de un regreso a sus casas y, por tanto, en este contexto, la de regreso de los Doce a su existencia anterior. El “también vosotros” expresa, por otra parte, un vínculo privilegiado que tienen con Jesús; y la pregunta presupone en su propio giro que los discípulos no abandonarán a su maestro. Pero sigue siendo una reflexión frente a una crisis al mismo tiempo objetiva (el fracaso experimentado por Jesús) y subjetiva (los anuncios que han oído han sido desconcertantes también para “los Doce”). Ha llegado el momento de la opción decisiva.
La pregunta retórica por la que comienza la respuesta de Pedro: “¿A quién iríamos?” revela probablemente un debate interior que sido superado. Repite el verbo con que se había indicado la retirada de los discípulos: en oposición a ellos “los Doce” se comprometen ahora con toda claridad. Viene entonces la confesión positiva, en la que ha desaparecido toda vacilación. Pedro se hace eco de lo que Jesús acaba de revelar: sus palabras son “vida eterna”. Por primera vez desde el v. 35 se vuelve a entablar el diálogo: el Revelador recibe una repuesta directa: “Tú tienes…tú eres…”. En nombre de “los Doce”, Pedro precisa: “Nosotros creemos y sabemos”. La ordenación de los verbos “creer” y “saber” no intenta señalar un progreso que vaya de la fe sin más a la inteligencia de la fe, sino que explicita en qué consiste la verdadera fe: no ya en conocimiento abstracto, sino en una revelación existencial como la que une al “buen pastor” con sus ovejas, según el sentido bíblico del verbo ginōskō (“conocer”).
¿Qué hemos de entender por “Santo de Dios”? Este apelativo, bastante raro, es difícil de interpretar. Pedro no utiliza ninguno de los términos con los que Jesús se había designado en el discurso ni tampoco uno de los títulos tradicionales que correspondían a las esperanzas judías; estos títulos se los dieron ya a Jesús los discípulos del Bautista en el capítulo 1 (Mesías, Hijo de Dios, Rey de Israel). Es interesante cómo Pedro traduce aquí a su manera quién es para él Jesús. ¿Hace eco al Sal 16, el único texto en que se encuentra, en la traducción de “los Setenta”, la expresión “tu Santo”? Este salmo celebra la profunda intimidad entre Dios y el orante: ¿entenderá aquí Pedro la intimidad de Jesús con Dios? Jesús había proclamado su unión con el Padre y proclamará más tarde que ha sido “santificado por Dios”. La apelación “Santo de Dios” supera ampliamente la de “Mesías”, pero coincide con la de “Hijo de Dios” que confiesa Pedro en Mt 16,16.
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